jueves, 6 de agosto de 2015

Venice.

Allí estaba ella, mirándome desde el otro lado de aquel salón de baile mientras a nuestras espaldas sonaba Bethooven. Todos llevaban máscaras en aquel baile y la suya era particularmente inquietante, al más puro estilo veneciano y de un blanco realmente puro que resaltaba sus ojos verdes y sus largo pelo casi tan rojo como el mismo tártaro que hacia resaltar el verde puro de su ancho y escotado vestido.
Me miraba con ansias y deseo, con tantas que podría llegar a intimidar, ella era una leona y yo una simple presa.
Me enderecé el traje y salí de aquella fiesta, ella fue tras mí con rapidez esquivando a cada uno de los ávidos bailarines que se interponía entre ella y yo.
Habíamos decidido encontrarnos en un hotel que estaba a un par de calles de allí, no tuve que esperar mucho desde mi llegada hasta la suya. Apenas habían pasado un par de minutos.
Ella entró a la habitación ahora sin máscara, dejando a la vista su cara llena de suaves y bellas pecas que formaban constelaciones en su rostro y sonriéndome con esos carnosos labios suyos.
Sin mediar palabra me empujó y me tiró sobre la cama mientras empezaba a desnudarme y dejarme indefenso antes sus mordiscos y sus besos que empezaban en mis labios, continuaban desde mi cuello hasta mi estómago y acaban justo por encima de mi miembro.
La aparte con fuerza y me puse sobre ella, comencé desatando su vestido y continué por su corsé, quitándoselo con rapidez y dejando al descubierto unos turgentes y juveniles pechos casi tan grandes como mi cabeza, los recorrí a besos y me recreé especialmente en esos pezones del color de la caoba los cuales mimé con mi lengua y mis dientes.
Le quité las enaguas con la boca y comencé a besar esa leve mata de pelo que cubría su ingle para después jugar con mi lengua sobre su sexo, especialmente en el clítoris, provocando así los primeros gemidos de la noche.
Ella se retorció hasta llegar a mis hombros y tirar de ellos para posicionar mi pene contra su estómago y nuestros ojos haciendo que nuestras miradas de deseo se juntasen y creasen en aquel lugar una atmósfera irrespirable de sexo, sudor y pasión.
Ella no habló, tan solo me mordió el labio inferior con fuerza y comenzó a tirar de él con sus dientes mientras introducía mi pene en su cálida y placentera vagina.
Los gemidos eran incesantes y el placer aún más, ella no dejaba de arañar mi espalda con fuerza hasta hacerme sangre y de morder mi cuello intentado provocar lo mismo que en la espalda, con cada embestida la intensidad de aquello subía. Más fuerte, más fuerte, más fuerte, pedía ella entre fuertes exhalaciones y gritos de placer sinfín.
El sudor nos empapaba a ambos y también a las sábanas de aquella cama que parecía estar apunto de derrumbarse. Las patas de madera no dejaban de sonar mientras que nosotros gozábamos y follábamos lo mejor podíamos, follábamos como si no hubiese un mañana. Al fin la madera cedió y la cama cayó provocando un estruendo ensordecer y haciéndonos caer rodando de esta, pero nos dio igual. La pasión siguió sobre la alfombra ricamente bordada de la habitación, y ahora no solo caía sudor si no también sangre por los arañazos de mi espalda.
La pelirroja se llevó a la boca un par de dedos llenos de sangre y los chupó para después morder mi cuello con toda la fuerza que fue capaz, hasta el punto de que su dentadura se quedó ahí, grabada como si hubiese sido esculpida sobre un trozo de piedra.
Ella llegó al clímax por séptima vez y yo hice lo mismo, yéndome dentro de ella y haciendo que en su cara se reflejase la indescriptibilidad del verdadero placer, con los ojos en blanco y los dedos de los pies encogidos por todo aquello.
Me salí lentamente de su interior y sin pensármelo volví a bajar mi boca y comencé a jugar de nuevo con mi lengua ahí, haciéndola gritar de nuevo mi nombre una y otra vez.




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