Allí estaba ella, mirándome desde el
otro lado de aquel salón de baile mientras a nuestras espaldas
sonaba Bethooven. Todos llevaban máscaras en aquel baile y la suya
era particularmente inquietante, al más puro estilo veneciano y de
un blanco realmente puro que resaltaba sus ojos verdes y sus largo
pelo casi tan rojo como el mismo tártaro que hacia resaltar el verde
puro de su ancho y escotado vestido.
Me miraba con ansias y deseo, con
tantas que podría llegar a intimidar, ella era una leona y yo una
simple presa.
Me enderecé el traje y salí de
aquella fiesta, ella fue tras mí con rapidez esquivando a cada uno
de los ávidos bailarines que se interponía entre ella y yo.
Habíamos decidido encontrarnos en un
hotel que estaba a un par de calles de allí, no tuve que esperar
mucho desde mi llegada hasta la suya. Apenas habían pasado un par de
minutos.
Ella entró a la habitación ahora sin
máscara, dejando a la vista su cara llena de suaves y bellas pecas
que formaban constelaciones en su rostro y sonriéndome con esos
carnosos labios suyos.
Sin mediar palabra me empujó y me tiró
sobre la cama mientras empezaba a desnudarme y dejarme indefenso
antes sus mordiscos y sus besos que empezaban en mis labios,
continuaban desde mi cuello hasta mi estómago y acaban justo por
encima de mi miembro.
La aparte con fuerza y me puse sobre
ella, comencé desatando su vestido y continué por su corsé,
quitándoselo con rapidez y dejando al descubierto unos turgentes y
juveniles pechos casi tan grandes como mi cabeza, los recorrí a
besos y me recreé especialmente en esos pezones del color de la
caoba los cuales mimé con mi lengua y mis dientes.
Le quité las enaguas con la boca y
comencé a besar esa leve mata de pelo que cubría su ingle para
después jugar con mi lengua sobre su sexo, especialmente en el
clítoris, provocando así los primeros gemidos de la noche.
Ella se retorció hasta llegar a mis
hombros y tirar de ellos para posicionar mi pene contra su estómago
y nuestros ojos haciendo que nuestras miradas de deseo se juntasen y
creasen en aquel lugar una atmósfera irrespirable de sexo, sudor y
pasión.
Ella no habló, tan solo me mordió el
labio inferior con fuerza y comenzó a tirar de él con sus dientes
mientras introducía mi pene en su cálida y placentera vagina.
Los gemidos eran incesantes y el placer
aún más, ella no dejaba de arañar mi espalda con fuerza hasta
hacerme sangre y de morder mi cuello intentado provocar lo mismo que
en la espalda, con cada embestida la intensidad de aquello subía.
Más fuerte, más fuerte, más fuerte, pedía ella entre fuertes
exhalaciones y gritos de placer sinfín.
El sudor nos empapaba a ambos y también
a las sábanas de aquella cama que parecía estar apunto de
derrumbarse. Las patas de madera no dejaban de sonar mientras que
nosotros gozábamos y follábamos lo mejor podíamos, follábamos
como si no hubiese un mañana. Al fin la madera cedió y la cama cayó
provocando un estruendo ensordecer y haciéndonos caer rodando de
esta, pero nos dio igual. La pasión siguió sobre la alfombra
ricamente bordada de la habitación, y ahora no solo caía sudor si
no también sangre por los arañazos de mi espalda.
La pelirroja se llevó a la boca un par
de dedos llenos de sangre y los chupó para después morder mi cuello
con toda la fuerza que fue capaz, hasta el punto de que su dentadura
se quedó ahí, grabada como si hubiese sido esculpida sobre un trozo
de piedra.
Ella llegó al clímax por séptima vez
y yo hice lo mismo, yéndome dentro de ella y haciendo que en su cara
se reflejase la indescriptibilidad del verdadero placer, con los ojos
en blanco y los dedos de los pies encogidos por todo aquello.
Me salí lentamente de su interior y
sin pensármelo volví a bajar mi boca y comencé a jugar de nuevo
con mi lengua ahí, haciéndola gritar de nuevo mi nombre una y otra
vez.
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