jueves, 30 de julio de 2015

El amor.


Aquel banco, aquel estúpido y ridículo blanco que soy incapaz de mirar cuando paso por aquel baldío parque.
Ahí fue el primer lugar en el que dijimos que nos amábamos, fue el primer lugar en que acariciaste mi mejilla con dulzura mientras me mirabas a los ojos y en tu cara se esbozaba una gran sonrisa de felicidad. Con aquella caricia acabaste de demostrar que me amabas y también tuviste el poder de robarme el corazón, de robármelo y tenerlo entre tus manos durante unos instantes para después acercar tus labios a él y besarlo, como hiciste conmigo.
Cuantas veces nos dijimos aquello en tan pocas horas y con cuantas miradas nos lo volvimos a decir y demostrar.
Creo que le di más importancia a las miradas que a las palabras, a veces son más sinceras que el corazón incluso, y la tuya me decía que no me preocupase, que siempre estarías ahí, a mi lado, y que jamás me abandonarías. 
Vivimos tanto en aquel único día que pudimos estar juntos que creo que fue como vivir mil vidas en un solo instante, fue como ver mil supernovas o como cientos de poetas caían presos de su propia musa entre enormes columnas de humo.
Recuerdo nuestras risas entrelazándose y recuerdo como mi corazón latía a mil.
Y en este instante recuerdo que todo eso acabó, que las risas se desvanecieron y llegaron las lágrimas tiempo después, cuando ya no podía mirarte a los ojos y decirte que todo iría bien.
Te fuiste. Maldita sea, te largaste y me dejaste a mí con mis recuerdos.
¿Por qué los corazones se rompen en pedazos con tanta facilidad? Deberían ser fuertes, fuertes y reales, deberían aguantar el impacto de mil flechas como esa que me atravesó, pero no lo hacen.
Son débiles e inútiles y perecen con la facilidad con la que el aire se escapa entre tus dedos.


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