miércoles, 29 de julio de 2015

El arte de la vida.

La noche se cernía sobre el cálido y débil cuerpo de aquel moribundo joven que lloraba en aquella esquina de las calles de la gran y nada solitaria París.
Él no podía ver, tenía los ojos inundados de su propia tristeza y pena, tenía los ojos inundados de recuerdos y anhelos que algún día fueron la mayor felicidad jamás sentida por cualquier ser vivo (o muerto.)
En aquel instante el prefería no haber sentido jamás el amor a ser el cadáver en que se acababa de convertir, en ser aquel ser por cuya sangre no fluía otra cosa que una mugrienta y oscura bilis provocada por el odio que sentía hacia la mujer que también amaba, y es que el odio y el amor no son más que el mismo sentimiento enfocados de distinta manera, o al menos eso pensaba él.
La gente pasaba por su lado y dedicaba una pequeña mirada de lástima ante los lamentos de aquel hombre loco de pérdida antes de seguir con sus quehaceres normales.
El mundo seguía y el corazón destrozado de aquel hombre no era más que una mota de polvo sobre la chimenea.
Él había perdido lo que más había querido nunca, su corazón se había roto en seis pedazos en el momento en que ella se fue, dejándolo inútil e insensible cual oscuro y somnoliento autómata, si no podía sentir, ¿en qué se convertía? En una estúpida e inhumana máquina, una máquina capaz de sangrar, pero una máquina al fin y al cabo.
¿De qué servía todo aquello? ¿De qué servía y sigue sirviendo la vana existencia del ser humano si no para sufrir? Y más importante aún, ¿qué sería de esto a lo que llamamos 'vida' sin que nos rompiesen el corazón? ¿Qué sería si jamás hubiésemos derramado una estúpida y débil lágrima? ¿Qué seríamos si no nos rompiese el corazón la vana pérdida de la persona a la que hemos dicho mil veces 'te amo'?
A diario se regalan miles de frases iguales, 'te amo', 'te quiero', y ni siquiera la mitad de todos los que dicen sentirlo lo hacen, quizás él si lo hubiese sentido pero debía mentalizarse de que no, de que él era una más de esas personas genéticas que amaban sin amar.
Él se preguntaba que de qué servía el amor, y entonces sus propias lágrimas le contestaban. Para sentirse vivo, para sentir el arte de la vida, le decían.





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