domingo, 10 de mayo de 2015

El escritor caído.

En aquella llanura había dos grandes grupos de soldados, todos sedientos de sangre y con su espada en alza, por eso aquel hombre destacaba tanto entre ellos. En la última línea de infantería había un hombre callado y con aquella mortal arma que todos empuñaban aún envainada. 
Él miraba hacia el suelo con su largo pelo rubio por los hombros con una gran mueca de desagrado, pero aún así se podía ver como sus ojos verdes destellaban con tristeza. 
Él no era un soldado, tampoco era uno de aquellos hombres dispuestos a matar por su familia, él no era nadie y jamás había empuñado nada más cortante que una de las plumas que usaba para escribir.
 Aquel hombre solía escribir sobre épica batallas a pesar de que jamás había presenciado una, esa sería la primera vez. Todos podían oler su miedo, el miedo que emanaba la tinta que corría por sus venas, el miedo que recorría hasta la última célula de su ser, y todos pudieron sentir como este dejaba caer su alma al suelo cuando la batalla comenzó. 
Con cada parpadeo suyo diez hombres caían, con cada parpadeo el enemigo se acercaba más hasta su posición. No podía huir, el miedo había paralizado sus piernas, tampoco podía gritar, lo único que podía hacer era desenvainar su espada y así lo hizo. 
Esta soltó un suave silbido metálico al salir de aquella funda de cuero que protegía la ánima de aquel hombre, y entonces él volvió a parpadear. El enemigo estaba frente a él, no podía ver su cara porque todo aquello le cegaba, simplemente vio como este alzaba su arma intentando cortarle en dos aunque aquello no llegó a ocurrir. 
El escritor clavó con todas sus fuerzas aquella pluma afilada y cortante justo en el estómago de aquel hombre, llenándose así las manos de sangre de una forma no sólo metafórica. La tinta rojiza que creaba aquel macabro arte teñía el suelo y su piel a cada segundo, lo teñía todo incluyendo su alma. 
El escritor cayó de bruces y comenzó a llorar, a llorar desconsoladamente y como nunca antes lo había hecho, ni siquiera cuando era un mísero bebé, y entonces, al fin, su debilidad acabó. Como el grotesco tañir de una campana que anuncia el amanecer la cabeza del escritor rodó sobre aquel yermo páramo, acabando así con su arte, sus letras y la tinta. Una vez más, la guerra se llevó consigo la belleza del arte, una vez más se llevó lo único bello del mundo.

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