Me encontraba perdido, casi tanto como un navío
cualquiera en medio de un mar baldío.
Miré de un lado a otro, no había nada,
absolutamente nada que me llevase hacia donde quería ir. Aquellos
pasillos de roca negra y bella como la noche ribeteada por estrellas
eran confusos y laberínticos y por eso no sabía hacia donde ir.
Iba de uno a otro, como si supiese hacia donde iba
pero sin saberlo, siempre a la aventura, y siempre encontrándome con
algo nuevo. Siempre habían sido nimiedades, nada que me hiciese
sentir verdaderamente mal o perdido, pero siempre hay una primera vez
en todo, y esos laberintos tenían muchas que ofrecer.
Entré en una sala pequeña, si extendiese los brazos
a modo de cruz tocaría ambas paredes con la punta de los dedos, y
siempre me arrepentiré de haberlo hecho.
Ahí estaba ella, con sus ojos marrones que aún
poseían ese suave toque de la miel mirándome, mirándome de una
forma que me penetró el alma y destrozó hasta el último ápice de
esta.
Un mechón de su suave pelo castaño tapaba parte de
su sonrisa, así que no podía ver como su pómulo derecho se
ensanchaba, aunque sí pude ver como el ojo izquierdo se cerraba
levemente más que el derecho, cosa que era de agradecer. Amaba
aquella característica de su sonrisa. La amaba tanto como la había
amado a ella, ella también fue una primera vez. La primera vez que
amé y la primera vez que sufrí por amor.
Me miraba como si jamás hubiese pasado nada, como si
todo el tiempo separados no hubiese pasado, como si mis lágrimas
jamás hubiesen empapado mis mejillas y nublado mi visión, como si
ninguno de los dos hubiese llorado jamás por el otro.
Se acariciaba el pelo, como peinándoselo con los
dedos, y no decía absolutamente nada. Se mantenía en un silencio
impasible, como el del más frío hielo, y eso hacía que me sintiese
aún peor.
Ninguno de los dos se había portado del todo bien,
ninguno de los dos había sido el perfecto, ¿pero es que acaso
aquello existía? Todos tenemos nuestras heridas, heridas que aunque
sean nimias parecen un mundo, heridas que no dejan incólume a nadie.
Se puso en pie y se acercó a mí, colocando una mano
en mi mejilla, después me dio un suave beso en la mejilla, en ese
instante desapareció. Desapareció de nuevo. Dejando un hondo vacío
en mi corazón y en aquel cubículo, en aquel lugar de falsas y vagas
esperanzas que quizás en otro momento me habría hecho más feliz de
lo que había sido en meses, pero en este caso solo consiguió
entristecerme.
Salí de ahí, con la cabeza gacha y continué
caminando. En la siguiente sala no hubo nada, solo una estilográfica
que no conseguía porque me traía un vago recuerdo nostálgico.
Las cosas de las demás fueron similares, lo fueron
hasta que de nuevo me topé con uno de aquellos divertimentos que
tenía aquel lugar preparado.
Frente a mí, en un pequeño parque se encontraba un
recuerdo, un recuerdo que aunque quisiese no podría describir con
las palabras exactas, un recuerdo que no hay ni una sola palabra en
nuestro idioma que sea capaz de captarlo en su totalidad, ni siquiera
la palabra efímero.
De nuevo, en aquel parque, apareció ella. La chica
de los ojos dulces como la miel, la abeja por la que me dejaría
picar una y otra vez, sonriendo y sin decir nada, esta vez no me dio
un beso en la mejilla ni me acarició, simplemente me pegó una
patada haciendo que me alejase de ella.
Quizá, sólo quizá, fuese por mi bien, aunque mi
bien siempre había sido y sería ella. La había necesitado y la
necesitaría en muchas ocasiones, pero era una pena que quizá no
estuviese ahí.
La anhelaba, pero los anhelos son solo eso, anhelos.
Echar de menos o requerir algo que una vez tuvimos y ahora no.
Efímero.
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