viernes, 1 de mayo de 2015

Incólume.

Me encontraba perdido, casi tanto como un navío cualquiera en medio de un mar baldío.
Miré de un lado a otro, no había nada, absolutamente nada que me llevase hacia donde quería ir. Aquellos pasillos de roca negra y bella como la noche ribeteada por estrellas eran confusos y laberínticos y por eso no sabía hacia donde ir.
Iba de uno a otro, como si supiese hacia donde iba pero sin saberlo, siempre a la aventura, y siempre encontrándome con algo nuevo. Siempre habían sido nimiedades, nada que me hiciese sentir verdaderamente mal o perdido, pero siempre hay una primera vez en todo, y esos laberintos tenían muchas que ofrecer.
Entré en una sala pequeña, si extendiese los brazos a modo de cruz tocaría ambas paredes con la punta de los dedos, y siempre me arrepentiré de haberlo hecho.
Ahí estaba ella, con sus ojos marrones que aún poseían ese suave toque de la miel mirándome, mirándome de una forma que me penetró el alma y destrozó hasta el último ápice de esta.
Un mechón de su suave pelo castaño tapaba parte de su sonrisa, así que no podía ver como su pómulo derecho se ensanchaba, aunque sí pude ver como el ojo izquierdo se cerraba levemente más que el derecho, cosa que era de agradecer. Amaba aquella característica de su sonrisa. La amaba tanto como la había amado a ella, ella también fue una primera vez. La primera vez que amé y la primera vez que sufrí por amor.
Me miraba como si jamás hubiese pasado nada, como si todo el tiempo separados no hubiese pasado, como si mis lágrimas jamás hubiesen empapado mis mejillas y nublado mi visión, como si ninguno de los dos hubiese llorado jamás por el otro.
Se acariciaba el pelo, como peinándoselo con los dedos, y no decía absolutamente nada. Se mantenía en un silencio impasible, como el del más frío hielo, y eso hacía que me sintiese aún peor.
Ninguno de los dos se había portado del todo bien, ninguno de los dos había sido el perfecto, ¿pero es que acaso aquello existía? Todos tenemos nuestras heridas, heridas que aunque sean nimias parecen un mundo, heridas que no dejan incólume a nadie.
Se puso en pie y se acercó a mí, colocando una mano en mi mejilla, después me dio un suave beso en la mejilla, en ese instante desapareció. Desapareció de nuevo. Dejando un hondo vacío en mi corazón y en aquel cubículo, en aquel lugar de falsas y vagas esperanzas que quizás en otro momento me habría hecho más feliz de lo que había sido en meses, pero en este caso solo consiguió entristecerme.
Salí de ahí, con la cabeza gacha y continué caminando. En la siguiente sala no hubo nada, solo una estilográfica que no conseguía porque me traía un vago recuerdo nostálgico.
Las cosas de las demás fueron similares, lo fueron hasta que de nuevo me topé con uno de aquellos divertimentos que tenía aquel lugar preparado.
Frente a mí, en un pequeño parque se encontraba un recuerdo, un recuerdo que aunque quisiese no podría describir con las palabras exactas, un recuerdo que no hay ni una sola palabra en nuestro idioma que sea capaz de captarlo en su totalidad, ni siquiera la palabra efímero.
De nuevo, en aquel parque, apareció ella. La chica de los ojos dulces como la miel, la abeja por la que me dejaría picar una y otra vez, sonriendo y sin decir nada, esta vez no me dio un beso en la mejilla ni me acarició, simplemente me pegó una patada haciendo que me alejase de ella.
Quizá, sólo quizá, fuese por mi bien, aunque mi bien siempre había sido y sería ella. La había necesitado y la necesitaría en muchas ocasiones, pero era una pena que quizá no estuviese ahí.
La anhelaba, pero los anhelos son solo eso, anhelos. Echar de menos o requerir algo que una vez tuvimos y ahora no.







Efímero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario