Prólogo.
Desde pequeños nos entrenan para luchar, para matar,
nacemos para ello, es nuestro deber y nuestra razón de vivir. Aquel
que no muere en el campo de batalla es rechazado por nuestro pueblo y
nuestros dioses, aniquilamos y destruimos todo aquello que se
interpone entre nosotros, por eso nos odian tanto las demás razas, y
por eso hemos sido masacrados.
Apenas quedan un par de miles de los nuestros, nosotros,
los Tother, ejércitos enteros han huido al ver un solo batallón
nuestro, nos temen, nos temían.
Todo empezó hace apenas dos años, los Humanos, los
Jort y los Roser se aliaron, todos en nuestra contra, consideraron
que teníamos demasiado poder, y así era. Casi habíamos acabado con
esos estúpidos Jort, casi.
Es difícil distinguirnos de los humanos, la única
diferencia que hay entre nosotros son los ojos. Nuestros ojos son de
un color violáceo imposible de alcanzar por ellos.
Los Jort y también se parecen a los humanos, pero sus
dientes son sólo colmillos, es lo que tiene la evolución. Son como
animales, un solo mordisco de un Jort y estás muerto.
Los Roser sólo tienen cuatro dedos, carecen de dedo
meñique, y esa es su única diferencia.
Bien, queridos, una vez explicado esto puedo seguir con
como el imperio Tother cayó.
Esas estúpidas y ambiciosas razas llenas de odio y
rencor arrasaron con todo lo nuestro, aniquilaron todo lo que
encontraron, hasta el más mínimo resquicio de vida hasta que sólo
un pequeño número de los nuestros seguía con vida, creíamos que
serían piadosos, que nos dejarían vivir, que no cometerían tal
genocidio, pero nos equivocábamos.
El cielo resplandecía, parecía estar hecho de
diamantes aquella mañana, una bonita mañana para morir, pensé.
Apenas unas horas más tarde una docena de naves cubría
aquel cielo, oscureciéndolo absolutamente todo, la gente, mi gente,
se puso en guardia alzando sus armas, íbamos a morir, estaba claro,
pero lucharíamos, nos cobraríamos un par de vidas antes de caer
para así reunirnos con todos nuestros seres queridos en Herfos.
No me gustaba aquello, no desde que mi padre, mi madre,
mi hermana, mi esposa, mi hijo... Absolutamente todos habían muerto
por lo que éramos, por ser guerreros, soldados.
Los rayos que disparaban aquellas naves de guerra
empezaban a caer, acabando con más de una decena de los nuestros
cada vez.
Una bala, una maldita bala, impactó contra mi armadura
de batalla haciendo que me volviese hacia mi atacante y le disparase
justo en la frente mientras soltaba alaridos roncos que no
significaban nada, tan sólo servían para asustar al enemigo.
Miré a mi alrededor, sólo había destrucción, maldita
muerte y destrucción. Iba a morir, iba a morir y tenía miedo, algo
inadmisible en alguien de mi especie.
Uno de esos rayos impactó a pocos metros de mí,
cegándome y haciéndome caer al suelo mientras gritaba por el
horrible ardor que producía en mis ojos. Instantes después sentí
un fuerte golpe en la nuca que me hizo morder el polvo, literalmente,
para después caer en la inconsciencia más absoluta.
Cuando desperté todos habían muerto, sin excepción
alguna, pasé horas y horas entre cadáveres, buscando algún
superviviente.
¿¡Por qué yo?! ¿¡Era el último de mi especie?! En
ese instante lo supe, sí, lo era. Todos estábamos en aquel páramo
infecto, absolutamente todos, y todos habían muerto.
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