No siempre había estado solo, no siempre había odiado
a vuestra especie, y no siempre había amado a una sola mujer.
Los monstruos no pueden estar solos, necesitan a alguien
con quien compartir su barbarie y atroz alma.
Estaba en la puerta del tosco edificio del gran Theatre
de L'Académie Royale de Musique observando como no paraban de llegar
los carruajes, uno tras otro, siempre dejando ahí a un par de
burgueses adinerados y alejándose levemente de la entrada para no
molestar.
La mayoría me saludaba al pasar por mi lado, sabían
quien era y que había conseguido en esos últimos años. Sabían
como me había convertido en uno de los más ricos banqueros de aquel
lugar y por eso me respetaban.
Rebusqué entre mis bolsillos hasta que al fin toqué
aquel objeto circular y frío el cual saqué de mi bolsillo y abrí
con cuidado.
Era mi reloj de bolsillo, hecho completamente de oro por
el mejor relojero de París, mi cita llegaba diez minutos tarde.
Me quité las arrugadas de aquel elegante traje negro
con las manos y entré por la gran puerta de aquel teatro, me había
cansado de esperar.
Había conseguido entradas para uno de los mejores
palcos, uno de esos que se reservan a la nobleza, y por eso la
mayoría de aquellos ricos comerciantes y artistas me miró con
envidia cuando me senté ahí, de hecho, la mayoría de los que
estaban en los asientos inferiores alzaron la cabeza para hacerlo.
Aquello era París, la cuna del arte, me alegraba de
vivir en un sitio así en un siglo así.
Sentí como una pequeña mano se posaba sobre mi hombro
y sonreí, era ella.
-Llegas tarde -le dije con sarna-. ¿Tu amante te ha
entretenido demasiado?
Ella rió ante aquello y me pegó un suave golpe en el
lugar en el que antes había yacido su mano.
-¡Eres tonto! -volvió a reír.
Me puse en pie y la miré a esos penetrantes ojos
marrones con ese dulce tomo amielado suyo, acto bajé mi vista hasta
sus labios, finos y perfectos de un tono que jamás podría olvidar,
parecían pétalos de la más bella rosa. Estaba sonriendo, así que
su ojo izquierdo se cerraba levemente más que el derecho mientras
sus pómulos se marcaban un poco más haciéndola parecer aún más
bella.
Llevaba el pelo castaño suelto, casi en cascada,
dejando así al descubierto algunos pequeños y suaves rizos
naturales que se formaban en este y caían sobre su vestido carmesí
de las más suaves y caras telas de aquella ciudad.
La ayudé a sentarse y después me senté yo también a
su lado, agarrando con cuidado su mano. Ahora sí que era la
verdadera envidia de aquel lugar, no por mi dinero ni por el palco en
el que estaba sentado, si no por llevar conmigo a una de las más
bellas damas de todo el lugar.
Ella no conocía mi nombre, bueno, al menos no por el
nombre que me conocía la mayoría de la gente de mi verdadera
condición, ella me llamaba Françesco de Fegor, o a veces, cuando se
enfadaba conmigo, como lo hacían el resto de los habitantes de
aquella ciudad, Sans pitié, lo que era una abreviatura de Un
homme sans pitié, un hombre sin piedad.
Me había ganado aquel pseudo nombre a base de bien, al
igual que el odio que me tenían casi todo París.
Aquella noche se estrenaba Guillermo Tell, una
ópera basada en las hazañas de aquel afamado y legendario guerrero
escrita por Giochiano Rossini.
El primer acto empezó.
Sobre el escenario había varios de aquellos cantantes
disfrazados de campesinos cantando una vieja cancioncilla mientras
preparaban los chalés para las tres parejas recientemente casadas,
quel jour serein le ciel présagie... cantaban.
Guillermo Tell, por otra parte, estaba alejado de todo
aquello consumido por el ennui, el aburrimiento y la
depresión, causadas en él por la ocupación suiza.
De lo siguiente de la obra no me enteré, ya que mi
acompañante acercó su silla a la suya y comenzó a mirarme,
haciendo así que dejase de lado la concentración que tenía en
aquello.
-Nos estamos perdiendo la obra, Agatha... -susurré.
-Me da igual -dijo ella poniéndose en pie.
Al ponerse en pie se puso frente a mí y reclinándose
levemente me besó con dulzura y cuidado en los labios, dejando que
su lengua juguetease unos segundos con la mía, después se separó y
tiró de mí haciéndome salir de aquel palco bajo la atenta mirada
de algunos curiosos que preferían aquello a la obra.
No pude evitar correr tras ellas, sin saber si quiera
hacia donde íbamos, hasta que por fin ella se paró en seco frente a
una puerta de madera por la que cabría a duras penas, aunque parecía
bastante resistente.
Agatha rebuscó entre sus faldas y de ellas sacó unas
pequeñas ganzúas, sin decir nada comenzó a forzar la tosca
cerradura que nos separaba de lo que había al otro lado, un año
después aquella chica seguía sorprendiéndome.
No me asustaba aquello, yo ya había hecho cosas peores
que aquella así que lo único que hice fue vigilar por si venía
alguien, hasta que escuché el clack de una de aquellas
varillas de metal romperse. Con una sonrisa me acerqué a ella y le
arrebaté aquel artilugio propio de los ladrones, en apenas unos
segundos había abierto aquella puerta.
Agatha me miró sorprendida y después me plantó un
rápido beso mientras abría la puerta con prematura rapidez y echaba
a correr hacia la nueva sala, haciendo que yo fuese tras ella.
Estábamos en la sala de vestuarios, era pequeña y
acogedora pero estaba llena de disfraces y vestidos que causaban una
ansiedad claustrofóbica insana, no encontraba a Agatha entre todas
aquellas ropas.
Miré a mi alrededor, buscándola y cuando seguí sin
encontrar el más mínimo rastro suyo comencé a rebuscar entre las
ropas hasta que sentí un suave toque en mi hombro, cuando me volví
casi me da un infarto.
Frente a mí estaba ella, con su mismo traje pero una
máscara de demonio propia del mismísimo infierno de Dante.
-¡Maldita seas! -exclamé.
Ella rió hasta más no poder, casi se cae al suelo por
culpa de aquellas carcajadas que hicieron que se llevase las manos al
estómago.
Pude oír como unos pasos bajaban las escaleras por las
que ella y yo habíamos bajado minutos antes, alguien se acercaba.
La miré y me miró, ella estaba asustado y parecía no
poder moverse pero a mí me dio igual cuando tiré de ella haciéndola
caer entre los disfraces y las telas, apartándonos así de la vista
de cualquier intruso que no fuésemos nosotros.
Dos soldados de los que solo veía sus botas entraron en
aquella sala, alarmados posiblemente por el jaleo que habíamos
provocado en un momento.
-¡Salid, malditos canallas! -bramaban aquellas hombres.
Por sus botas de cuero curtido debían ser guardias,
cosa que también se podía deducir por el traqueteo metálico que
producían sus espadas al chocar con las piezas de metal de sus
armaduras. Podríamos haber seguido ahí escondidos si no fuese
porque aquellos avispados empezaron a tirar los trajes al suelo en
nuestra busca, y cada vez estaban más cerca.
Le quité a Agatha la máscara y me la coloqué con
rapidez, después salí gritando como un poseso de mi escondite
haciendo que ambos hombres se asustasen y retrocediesen, pude oír a
mi espalda la risa de aquella chica de ojos cautivadores tras
aquello.
Sin pensármelo dos veces le propiné un puñetazo en
toda la cara a uno de los guardias y al otro lo empujé haciéndolo
caer al suelo de culo, después tiré de mi acompañante con rapidez
mientras me quitaba la máscara y salía corriendo de allí con ella
casi a rastras.
No podía parar de reír con aquello, hacía mucho que
no me divertía tanto, hacía mucho que no huía de algún sitio
sin...
Genial, habían cerrado la puerta que daba de nuevo a la
zona de los palcos y sabe dios donde estaban ahora las ganzúas. Sin
pensarlo le pegué una fuerte patada a la puerta sacándola de sus
bisagras y cogí a Agatha en brazos, ella, en esta ocasión, me
miraba estupefacta.
Aquel día estaba aprendiendo muchísimo de mí, sabía
usar herramientas propias de un ladrón, noquear a guardias y era
capaz de tirar una puerta abajo. Vaya. Ahora ya tenía una teoría de
como había acuñado gran parte de mi fortuna, la única teoría que
compartía todo París pero nadie era capaz de confirmar, aunque por
suerte todos se equivocaban con ella.
No podía volver a mi asiento como si nada o aquellos
guardias me reconocerían por mis ropas y tendríamos un par de
problemas con las autoridades, quizá una multa, o quizá algo más,
pero estaba claro que si eso ocurría sus padres no me dejarían
volver a ver a Agatha.
Salí del teatro como si nada, con Agatha a mi lado
enganchada del brazo.
Los hombres que guardaban la puerta me miraron con una
sonrisa pícara que lo decía todo y a la vez nada cuando me vieron
salir, imaginaban cosas equívocas al parecer.
Hice una seña al conductor de mi carruaje y este se
acercó, poniéndose justo en la puerta y abriendo él mismo la del
carro.
-Yo he venido en el de mi pa...
-Te llevaré yo -la interrumpí.
Eché a andar y la ayudé a subirse, después hice lo
mismo, sentándome a su lado y agarrándola con fuerza.
Ella era humana, pero era la única humano lo
suficientemente pura como para que sintiese por ella algo a lo que
llamar amor.
Sentía amor por otra persona a la vez que por ella,
eran amores distintos, pero al fin y al cabo amores.
Aquel carruaje comenzó a andar y sentí de nuevo el
traqueteo de las ruedas al pasar por las adoquinadas calles de
aquella maravillosa ciudad.
-¿Cómo sabes hacer todo eso que me has demostrado
ahí...? -preguntó ella.
Se había atrevido, al fin, aquella pregunta le quemaba
en la lengua y lo sabía, notaba las ganas que tenía de formularla,
notaba el ansía que sentía por ello.
-Fui soldado.
Simplemente dije eso, ella pareció decepcionada ante
aquella respuesta, pero no por mi 'oficio', si no porque sabía tan
bien como yo que era mentira.
-Te quiero, Françesco -musitó en mi oído mientras
dejaba su cabeza caer en mi hombro.
-Y yo a ti.
Nuestro pequeño vehículo se paró de golpe, casi sin
avisar, y cuando pegué un golpe en el techo de madera de este no
recibí respuesta, pasaba algo.
-Quédate aquí... -le susurré.
Me miró asustada y después asintió, le hice un gesto
para que agachara la cabeza y ella hizo lo propio, en ese instante
salí de aquel habitáculo encontrándome de frente con un grupo de
cuatro hombres, todos ellos vestidos con armaduras de cota de malla y
sendas espadas en las manos, todos ellos menos uno.
Apuntando al conductor, con un arma de fuego que no
conseguí distinguir en aquella oscuridad estaba Jean de Fontaine, el
cual iba vestido con una camisa y un pantalón simples.
Conocía bien a aquel hombre, le había hecho un
préstamo y cuando no pudo devolvérmelo tuve que quitárselo todo,
eso incluía su anillo, el único recuerdo de su difunta mujer.
Desde la muerte de esta él se había descuidado,
dejándose una senda y y tosca barba y cogiendo algunos kilos que no
le venían nada bien.
Yo no estaba armado, pero eso no era suficiente para
hacer que me echase atrás.
-Sans Pitié, devuélveme lo que me pertenece.
-Hicimos un trato, Jean, ya he vendido tu sortija.
Sin pensárselo dos veces apretó el gatillo y le voló
los sesos al conductor, aquel hombre se había vuelto loco y sólo
hay algo peor que la ira de un loco, la de un hombre sabio, y por
desgracia él era ambos.
Oí el grito de Agatha ante el disparo, estaba asustada.
-En el carro está la hija de uno de los hombres más
poderosos de París, ¿quieres que vaya a por ti?
Jean sacó otra de esas armas de una funda de su espalda
y esta vez me apuntó a mí.
-¿¡Dónde está mi maldita sortija?! ¡Te juro por
dios qué...!
Antes de que terminase ya había corrido hacia él y lo
había derribado placándolo y haciéndolo caer al suelo, esta vez su
disparo se efectuó hacia el cielo.
Oí como los hombre de Jean corrían, pero no hacia mí,
corrían hacia el carruaje.
Dejé a Jean y fui a por ellos, no podía dejar que se
acercasen a Agatha, pero llegué tarde.
Acabé dejando a dos de ellos en el suelo, pero el
tercero tuvo la agilidad suficiente como para coger a aquella chica
que ahora lloraba y me miraba con temor y ponerle el frío metal de
su espada en el cuello.
Jean se recompuso y me pegó un fuerte puñetazo en el
pómulo derecho que encajé con facilidad.
El tiempo corría en mi contra y estaba desarmado, no
quería recurrir a aquello pero tenía que hacerlo. Ya habría tiempo
para explicaciones después.
Invoqué una bola de fuego en mi mano derecha y sin
pensármelo dos veces se la tiré a Jean, matándolo al instante,
pero fui demasiado
Cuando me volví Agatha soltaba borbotones de sangre y
además emanaba un gran chorro de esta por la garganta que me manchó
la cara.
El mercenario dejó caer su espada y después salió
corriendo, sus compañeros siguieron el ejemplo.
Corrí hacia el cuerpo de aquella chica y me dejé caer
mientras la cogía en brazos y echaba a correr por aquellas calles
con lágrimas en los ojos, justo empezaba a llover.
En sus ojos ya se veía la muerte, ya se veía aquello
que estaba acostumbrado a causar, y era demasiado tarde incluso para
usar mis poderes.
-Te quiero, no te vayas, por favor, te quiero...-gemía
mientras vagaba por París.
Efímero.
Wooo pedazo de relato que te has escrito :)
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, tiene de todo para una lectura que te engancha desde la primera línea, aunque el final.... ¡Dios! ¿Era necesario? :(
Nos leemos.
Besos^^
Me alegro muchísimo de que te haya gustado ^^
EliminarY sí, por desgracia era totalmente necesario, a mí también me dio penita tener que escribir eso :'C