domingo, 14 de junio de 2015

Relato I - Sans Pitié.

No siempre había estado solo, no siempre había odiado a vuestra especie, y no siempre había amado a una sola mujer.
Los monstruos no pueden estar solos, necesitan a alguien con quien compartir su barbarie y atroz alma.
Estaba en la puerta del tosco edificio del gran Theatre de L'Académie Royale de Musique observando como no paraban de llegar los carruajes, uno tras otro, siempre dejando ahí a un par de burgueses adinerados y alejándose levemente de la entrada para no molestar.
La mayoría me saludaba al pasar por mi lado, sabían quien era y que había conseguido en esos últimos años. Sabían como me había convertido en uno de los más ricos banqueros de aquel lugar y por eso me respetaban.
Rebusqué entre mis bolsillos hasta que al fin toqué aquel objeto circular y frío el cual saqué de mi bolsillo y abrí con cuidado.
Era mi reloj de bolsillo, hecho completamente de oro por el mejor relojero de París, mi cita llegaba diez minutos tarde.
Me quité las arrugadas de aquel elegante traje negro con las manos y entré por la gran puerta de aquel teatro, me había cansado de esperar.
Había conseguido entradas para uno de los mejores palcos, uno de esos que se reservan a la nobleza, y por eso la mayoría de aquellos ricos comerciantes y artistas me miró con envidia cuando me senté ahí, de hecho, la mayoría de los que estaban en los asientos inferiores alzaron la cabeza para hacerlo.
Aquello era París, la cuna del arte, me alegraba de vivir en un sitio así en un siglo así.
Sentí como una pequeña mano se posaba sobre mi hombro y sonreí, era ella.
-Llegas tarde -le dije con sarna-. ¿Tu amante te ha entretenido demasiado?
Ella rió ante aquello y me pegó un suave golpe en el lugar en el que antes había yacido su mano.
-¡Eres tonto! -volvió a reír.
Me puse en pie y la miré a esos penetrantes ojos marrones con ese dulce tomo amielado suyo, acto bajé mi vista hasta sus labios, finos y perfectos de un tono que jamás podría olvidar, parecían pétalos de la más bella rosa. Estaba sonriendo, así que su ojo izquierdo se cerraba levemente más que el derecho mientras sus pómulos se marcaban un poco más haciéndola parecer aún más bella.
Llevaba el pelo castaño suelto, casi en cascada, dejando así al descubierto algunos pequeños y suaves rizos naturales que se formaban en este y caían sobre su vestido carmesí de las más suaves y caras telas de aquella ciudad.
La ayudé a sentarse y después me senté yo también a su lado, agarrando con cuidado su mano. Ahora sí que era la verdadera envidia de aquel lugar, no por mi dinero ni por el palco en el que estaba sentado, si no por llevar conmigo a una de las más bellas damas de todo el lugar.
Ella no conocía mi nombre, bueno, al menos no por el nombre que me conocía la mayoría de la gente de mi verdadera condición, ella me llamaba Françesco de Fegor, o a veces, cuando se enfadaba conmigo, como lo hacían el resto de los habitantes de aquella ciudad, Sans pitié, lo que era una abreviatura de Un homme sans pitié, un hombre sin piedad.
Me había ganado aquel pseudo nombre a base de bien, al igual que el odio que me tenían casi todo París.
Aquella noche se estrenaba Guillermo Tell, una ópera basada en las hazañas de aquel afamado y legendario guerrero escrita por Giochiano Rossini.
El primer acto empezó.
Sobre el escenario había varios de aquellos cantantes disfrazados de campesinos cantando una vieja cancioncilla mientras preparaban los chalés para las tres parejas recientemente casadas, quel jour serein le ciel présagie... cantaban.
Guillermo Tell, por otra parte, estaba alejado de todo aquello consumido por el ennui, el aburrimiento y la depresión, causadas en él por la ocupación suiza.
De lo siguiente de la obra no me enteré, ya que mi acompañante acercó su silla a la suya y comenzó a mirarme, haciendo así que dejase de lado la concentración que tenía en aquello.
-Nos estamos perdiendo la obra, Agatha... -susurré.
-Me da igual -dijo ella poniéndose en pie.
Al ponerse en pie se puso frente a mí y reclinándose levemente me besó con dulzura y cuidado en los labios, dejando que su lengua juguetease unos segundos con la mía, después se separó y tiró de mí haciéndome salir de aquel palco bajo la atenta mirada de algunos curiosos que preferían aquello a la obra.
No pude evitar correr tras ellas, sin saber si quiera hacia donde íbamos, hasta que por fin ella se paró en seco frente a una puerta de madera por la que cabría a duras penas, aunque parecía bastante resistente.
Agatha rebuscó entre sus faldas y de ellas sacó unas pequeñas ganzúas, sin decir nada comenzó a forzar la tosca cerradura que nos separaba de lo que había al otro lado, un año después aquella chica seguía sorprendiéndome.
No me asustaba aquello, yo ya había hecho cosas peores que aquella así que lo único que hice fue vigilar por si venía alguien, hasta que escuché el clack de una de aquellas varillas de metal romperse. Con una sonrisa me acerqué a ella y le arrebaté aquel artilugio propio de los ladrones, en apenas unos segundos había abierto aquella puerta.
Agatha me miró sorprendida y después me plantó un rápido beso mientras abría la puerta con prematura rapidez y echaba a correr hacia la nueva sala, haciendo que yo fuese tras ella.
Estábamos en la sala de vestuarios, era pequeña y acogedora pero estaba llena de disfraces y vestidos que causaban una ansiedad claustrofóbica insana, no encontraba a Agatha entre todas aquellas ropas.
Miré a mi alrededor, buscándola y cuando seguí sin encontrar el más mínimo rastro suyo comencé a rebuscar entre las ropas hasta que sentí un suave toque en mi hombro, cuando me volví casi me da un infarto.
Frente a mí estaba ella, con su mismo traje pero una máscara de demonio propia del mismísimo infierno de Dante.
-¡Maldita seas! -exclamé.
Ella rió hasta más no poder, casi se cae al suelo por culpa de aquellas carcajadas que hicieron que se llevase las manos al estómago.
Pude oír como unos pasos bajaban las escaleras por las que ella y yo habíamos bajado minutos antes, alguien se acercaba.
La miré y me miró, ella estaba asustado y parecía no poder moverse pero a mí me dio igual cuando tiré de ella haciéndola caer entre los disfraces y las telas, apartándonos así de la vista de cualquier intruso que no fuésemos nosotros.
Dos soldados de los que solo veía sus botas entraron en aquella sala, alarmados posiblemente por el jaleo que habíamos provocado en un momento.
-¡Salid, malditos canallas! -bramaban aquellas hombres.
Por sus botas de cuero curtido debían ser guardias, cosa que también se podía deducir por el traqueteo metálico que producían sus espadas al chocar con las piezas de metal de sus armaduras. Podríamos haber seguido ahí escondidos si no fuese porque aquellos avispados empezaron a tirar los trajes al suelo en nuestra busca, y cada vez estaban más cerca.
Le quité a Agatha la máscara y me la coloqué con rapidez, después salí gritando como un poseso de mi escondite haciendo que ambos hombres se asustasen y retrocediesen, pude oír a mi espalda la risa de aquella chica de ojos cautivadores tras aquello.
Sin pensármelo dos veces le propiné un puñetazo en toda la cara a uno de los guardias y al otro lo empujé haciéndolo caer al suelo de culo, después tiré de mi acompañante con rapidez mientras me quitaba la máscara y salía corriendo de allí con ella casi a rastras.
No podía parar de reír con aquello, hacía mucho que no me divertía tanto, hacía mucho que no huía de algún sitio sin...
Genial, habían cerrado la puerta que daba de nuevo a la zona de los palcos y sabe dios donde estaban ahora las ganzúas. Sin pensarlo le pegué una fuerte patada a la puerta sacándola de sus bisagras y cogí a Agatha en brazos, ella, en esta ocasión, me miraba estupefacta.
Aquel día estaba aprendiendo muchísimo de mí, sabía usar herramientas propias de un ladrón, noquear a guardias y era capaz de tirar una puerta abajo. Vaya. Ahora ya tenía una teoría de como había acuñado gran parte de mi fortuna, la única teoría que compartía todo París pero nadie era capaz de confirmar, aunque por suerte todos se equivocaban con ella.
No podía volver a mi asiento como si nada o aquellos guardias me reconocerían por mis ropas y tendríamos un par de problemas con las autoridades, quizá una multa, o quizá algo más, pero estaba claro que si eso ocurría sus padres no me dejarían volver a ver a Agatha.
Salí del teatro como si nada, con Agatha a mi lado enganchada del brazo.
Los hombres que guardaban la puerta me miraron con una sonrisa pícara que lo decía todo y a la vez nada cuando me vieron salir, imaginaban cosas equívocas al parecer.
Hice una seña al conductor de mi carruaje y este se acercó, poniéndose justo en la puerta y abriendo él mismo la del carro.
-Yo he venido en el de mi pa...
-Te llevaré yo -la interrumpí.
Eché a andar y la ayudé a subirse, después hice lo mismo, sentándome a su lado y agarrándola con fuerza.
Ella era humana, pero era la única humano lo suficientemente pura como para que sintiese por ella algo a lo que llamar amor.
Sentía amor por otra persona a la vez que por ella, eran amores distintos, pero al fin y al cabo amores.
Aquel carruaje comenzó a andar y sentí de nuevo el traqueteo de las ruedas al pasar por las adoquinadas calles de aquella maravillosa ciudad.
-¿Cómo sabes hacer todo eso que me has demostrado ahí...? -preguntó ella.
Se había atrevido, al fin, aquella pregunta le quemaba en la lengua y lo sabía, notaba las ganas que tenía de formularla, notaba el ansía que sentía por ello.
-Fui soldado.
Simplemente dije eso, ella pareció decepcionada ante aquella respuesta, pero no por mi 'oficio', si no porque sabía tan bien como yo que era mentira.
-Te quiero, Françesco -musitó en mi oído mientras dejaba su cabeza caer en mi hombro.
-Y yo a ti.
Nuestro pequeño vehículo se paró de golpe, casi sin avisar, y cuando pegué un golpe en el techo de madera de este no recibí respuesta, pasaba algo.
-Quédate aquí... -le susurré.
Me miró asustada y después asintió, le hice un gesto para que agachara la cabeza y ella hizo lo propio, en ese instante salí de aquel habitáculo encontrándome de frente con un grupo de cuatro hombres, todos ellos vestidos con armaduras de cota de malla y sendas espadas en las manos, todos ellos menos uno.
Apuntando al conductor, con un arma de fuego que no conseguí distinguir en aquella oscuridad estaba Jean de Fontaine, el cual iba vestido con una camisa y un pantalón simples.
Conocía bien a aquel hombre, le había hecho un préstamo y cuando no pudo devolvérmelo tuve que quitárselo todo, eso incluía su anillo, el único recuerdo de su difunta mujer.
Desde la muerte de esta él se había descuidado, dejándose una senda y y tosca barba y cogiendo algunos kilos que no le venían nada bien.
Yo no estaba armado, pero eso no era suficiente para hacer que me echase atrás.
-Sans Pitié, devuélveme lo que me pertenece.
-Hicimos un trato, Jean, ya he vendido tu sortija.
Sin pensárselo dos veces apretó el gatillo y le voló los sesos al conductor, aquel hombre se había vuelto loco y sólo hay algo peor que la ira de un loco, la de un hombre sabio, y por desgracia él era ambos.
Oí el grito de Agatha ante el disparo, estaba asustada.
-En el carro está la hija de uno de los hombres más poderosos de París, ¿quieres que vaya a por ti?
Jean sacó otra de esas armas de una funda de su espalda y esta vez me apuntó a mí.
-¿¡Dónde está mi maldita sortija?! ¡Te juro por dios qué...!
Antes de que terminase ya había corrido hacia él y lo había derribado placándolo y haciéndolo caer al suelo, esta vez su disparo se efectuó hacia el cielo.
Oí como los hombre de Jean corrían, pero no hacia mí, corrían hacia el carruaje.
Dejé a Jean y fui a por ellos, no podía dejar que se acercasen a Agatha, pero llegué tarde.
Acabé dejando a dos de ellos en el suelo, pero el tercero tuvo la agilidad suficiente como para coger a aquella chica que ahora lloraba y me miraba con temor y ponerle el frío metal de su espada en el cuello.
Jean se recompuso y me pegó un fuerte puñetazo en el pómulo derecho que encajé con facilidad.
El tiempo corría en mi contra y estaba desarmado, no quería recurrir a aquello pero tenía que hacerlo. Ya habría tiempo para explicaciones después.
Invoqué una bola de fuego en mi mano derecha y sin pensármelo dos veces se la tiré a Jean, matándolo al instante, pero fui demasiado
Cuando me volví Agatha soltaba borbotones de sangre y además emanaba un gran chorro de esta por la garganta que me manchó la cara.
El mercenario dejó caer su espada y después salió corriendo, sus compañeros siguieron el ejemplo.
Corrí hacia el cuerpo de aquella chica y me dejé caer mientras la cogía en brazos y echaba a correr por aquellas calles con lágrimas en los ojos, justo empezaba a llover.
En sus ojos ya se veía la muerte, ya se veía aquello que estaba acostumbrado a causar, y era demasiado tarde incluso para usar mis poderes.

-Te quiero, no te vayas, por favor, te quiero...-gemía mientras vagaba por París.


Efímero.

2 comentarios:

  1. Wooo pedazo de relato que te has escrito :)
    Me ha gustado mucho, tiene de todo para una lectura que te engancha desde la primera línea, aunque el final.... ¡Dios! ¿Era necesario? :(

    Nos leemos.
    Besos^^

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    1. Me alegro muchísimo de que te haya gustado ^^
      Y sí, por desgracia era totalmente necesario, a mí también me dio penita tener que escribir eso :'C

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